Al caer de la tarde de este sábado, sentada en un banco del
parque, escucho la brisa que despeina las palmeras y los árboles, los pájaros
entonan sus cantos antes de retirarse a dormir y las nubes se tiñen de malva.
Estoy en paz. Escribo bajo una ceiba. ¡Esta paz es real y me da
tantas esperanzas! La luna crece en un cielo traslúcido, así como esta
sensación de calma.
Casi me siento culpable de estar tranquila. Un gavilán
acecha a unos polluelos en su nido, a punto está de atraparlos… cuando llega su
madre y lo ahuyenta, lo sigue, haciendo mucho ruido, vuela muy cerca de él,
pero su chillido de amenaza –que hiere también mis oídos–
es el que logra el milagro. Ya la estrella de la tarde brilla. Las nubes palidecen por instantes. Aquí el
crepúsculo dura lo que dura un orgasmo y es así de bello. Alguien me contó que
en los países con cuatro estaciones hay crepúsculo por dos o tres horas. Oh,
maravilla, sería como escuchar a Bach. Todas las suites.
El cielo azul pálido poco a poco se torna turquesa y la
luna, antes insinuada, comienza a brillar. Unas golondrinas vuelven a sus
nidos. Un petirrojo viene a acompañarme un ratito: no quiere dormir temprano
como sus hermanos. Se asienta en el banco de madera que está cerca al que
ocupo. Enfrente una pareja se besa bajo un arco púrpura de veranera.
Ahora son los murciélagos los que vuelan de árbol en árbol.
Júpiter y Venus se miran en lejanía. Mientras escribo esta carta los árboles se
dibujan a contraluz como una sola silueta en la que no se distinguen los verdes
ni los ocres. El cielo es ya de un azul de ultramar y varias estrellas brillan
tanto en el cielo como en las montañas. Un grillo entona su serenata y en la laguna cercana varios sapos calientan su voz. Los gatos remontan los
tejados y empiezan su ronda. El rumor de los árboles en su diálogo con la brisa
no cesa, es el mar lejano en mi oído. Es el tiempo de los arrullos al caer de la tarde.
Ana María Gómez Vélez
El texto se acerca a lo melifluo. Hay que tener cuidado. Leer a Sei Shonagon, El Libro de Almohada.
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